El presidente pasó la mano por su cabeza y vio como se quedaba una gota suspendida en su dedo que cayó lentamente, a cámara lenta, y adivinó en el fondo de su aletargada mente un atisbo de algo verdoso en la transparencia...
Estaba de vacaciones y era feliz de encontrarse en medio del meollo. No entendía muy bien lo que ocurría a su alrededor, pero la "prima" había bajado y él podía fumarse un puro y cenar un delicioso entrecote de ciervo... Los periódicos diezmados de periodistas hablaban de él poco, el verano le era propicio.
Pensó en el gran acierto y en su olfato para eludir una carrera pública aburrida y con un sueldo bajo en alguna administración. Había estado a punto de claudicar tras su primera derrota electoral, pero un apoyo incondicional a un líder regional que le tenía cogido de las "pelotas" le había levantado a la presidencia.
Se puso el cinturón, no fueran a grabarle y encendió el puro. Iba hacia el norte en helicóptero y por puro capricho pidió que le llevaran por encima de los montes quemados de la Comunidad de Vecinos y de Castralonia, dos comarcas que habían sufrido algunos incendios.
El monte quemado le recordó al sabor del Habano que degustaba. Y pensó en lo efímero que era todo, en su edad y en sus escasos 20 o 30 años de vida restantes, a no ser que se viera afectado por un cáncer de pulmón o de otra parálisis o Ictus... algo del todo improbable gracias a su especial medicación, según su estimado médico: el señor Ricardo Saramero.
El caso es que se notó desfallecer, le faltó la respiración y su prominente barriga se endureció de forma repentina. Oyó por la televisión la derrota de los futbolistas en los juegos olímpicos frente a Japón sin inmutarse, al fin y al cabo él era un corredor de fondo, y le interesaba sobre todo el ciclismo, la austeridad, la fuerza y la resistencia.
El cigarro cayó a un lado y empezó a roncar, con un sonido líquido, mientras unas gotas de color amarillento caían por su nariz.
Copiright Joaquim Labiós 2012
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CAPÍTULO II: El HELICÓPTERO Y LA PLAZA
El presidente despertó con los ojos inyectados en un color amarillento y purulento y sintió un golpe en el centro del cerebro, justo encima de la última vértebra cervical. Y sintió un fuerte olor a sangre. Se golpeó con algo en el ojo izquierdo con el asiento y lentamente un líquido denso liberó la cuenca de su órbita. Corrió hacia el olor y notó un líquido corriendo por su hombro.
Golpeó con la cabeza un plástico duro, ribeteado con metal y utilizó su craneo cual martillo. La puerta reventó golpe tras golpe, fue cediendo, y los gritos que había tras ella crecieron con cada embestida.
No se dio cuenta de que su mujer había cogido un extintor y se lo había arrojado sobre la pierna derecha, que había cedido con un chasquido y quedaba colgando.
Ella recordó que le había acompañado al balcón en la gran noche de su derrota y le había apoyado y animado sin ninguna convicción. Ahora permanecía absorta ante el cambio repentino de carácter de la persona junto a la que había estado durante los últimos 20 años, a la que había seguido y apoyado.
Le resultó extraño haberle hecho daño, pero lo notó ajeno a él mismo...
Al entrar en el pequeño habitáculo rasgó a su paso parte de la piel de su brazo izquierdo y dejó parte de su nalga derecha prendida del plástico de las astillas de la puerta. Eso no le impidió seguir concentrado en el fuerte olor a anchoa, a sal, y a animal que notó al otro lado de la puerta que ya había traspasado.
Abrió su mandíbula hasta romperla aumentando su tamaño y asestó un duro bocado al copiloto, que se estrelló contra el cristal sangrando de forma copiosa y mirando fijamente a su verdugo.
El piloto tuvo tiempo de encastrar los cascos de comunicación contra la boca barbuda de su agresor, pero permaneció en su puesto y en el control del aparato.
El presidente se lanzó a los pies del piloto buscando el muslo regordete y grasiento del piloto, y arrancó de cuajo músculos, grasa e incluso parte del hueso astillado.
El aparato cayó cual dardo en diana hacia una construcción redonda de principios del XIX, piedra y arena, gente y un animal asustado que no sabía todavía lo que hacía allí.
Vino a golpear justo frente a una barrera de madera roja descolorida con un estrépito terrible.
Copiright Joaquim Labiós 2012
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CAPÍTULO III OLOR A PURO Y ARENA
El queroseno explotó empujando la arena del ruedo y astilló las partes de madera de la plaza. Al presidente no dio tiempo a que un par de jubilados soltaran el puro de la boca. Atestó un mordisco a uno que le quitó la nariz, y a otro le arrancó parte de la piel de la cara.
En el giro vio algo de color rojo. El torero estaba concentrado y estaba a punto de incrustar la espada en el animal, pero el estruendo del aparato le hizo girarse.
El toro corrió hacia un hueco que había abierto el aparato en la plaza y le permitió salir, primero a los pasillos, y luego a la calle, llevándose por delante a un guardia jurado que dio con sus costillas en la pulida acera. Al ser un pueblo pequeño consiguió en pocos minutos llegar hasta el monte y encontró una vieja bañera repleta de agua fresca en la que se sació, con un par de banderillas todavía incrustadas en su piel y sangrando copiosamente.
El torero, metido en su papel, vio al presidente a cuatro patas, avanzando hacia él con la boca llena de babas espumosas y dio un pase de pecho que dejó al presidente derrapando a un lado de la plaza y le rompió parte del cráneo al golpear contra las maderas.
Al ver la cara del presidente, el queroseno ardiendo y a los jubilados aspirando con nerviosismo sus puros al torero le empezó a subir la tensión súbitamente y empezó a marearse. Sus ojos se fueron a blanco y cayó hacia detrás dejando la márca de su minúsculo cuerpo sobre la arena.